Avión a Roma desde Buenos Aires y luego alquiler de un auto. ¿El destino? Taurianova, un pequeño pueblo de Calabria. Dos viajeros: el abuelo de setenta y tantos con quien escribe estas líneas, el nieto, de veintipico. Primer viaje a Europa de ambos y en medio de los coletazos de la gran crisis de 2001 en un país como Argentina, experto en crisis. Cada uno tenía una ilusión: el primero, viajar con el nieto para visitar por primera vez la tierra de sus padres calabreses; el segundo, acompañar al abuelo en esa búsqueda y experimentar la vida en el viejo continente al menos un par de semanas.
Lo cierto es que la prepotencia del más grande y la indolencia del más joven estuvieron detrás de un viaje mal planificado en tiempos donde, digámoslo, no había Google Maps ni GPS ni Booking ni Airbnb.
Así, durante una semana, por autopistas donde perderse era la norma y con el Tirreno siempre a la derecha, se sucedieron Ostia, Terracina, Sorrento, Paestum, Maratea… casi siempre de apuro, pero con la libertad que teníamos aquellos que pudimos viajar antes de la existencia de Instagram, los smartphones y el imperativo de la «economía de la experiencia». Sí, afortunadamente, era una época en que, para sacarnos una foto, necesitábamos del otro.
Y allí avanzamos, con poca información, durmiendo donde se podía y comiendo «el menú piú económico, per favore» hasta que, finalmente, Calabria nos daba la bienvenida y se manifestaba de la forma que mejor la define: su irregularidad, no solo geográfica, claro.
De principio a fin, podríamos decir que pasó de todo: en el trayecto, chocamos el auto contra una casa por la complicidad de una pendiente y un freno de mano rebelde. Salimos ilesos, aunque menos suerte tuvieron la cola del auto y la pared de la vivienda; al momento de regresar, en Roma, subimos al legendario autobús 64, aquel en el que todos saben que serán robados, y, orgullosamente, contribuimos a la estadística ofreciendo generosamente a unas niñas gitanas la posibilidad de la sustracción de dinero, todas las tarjetas y la documentación de mi abuelo. Luego pasamos una tarde en la comisaría hablando cocoliche para explicar lo sucedido, hermanados con otros turistas y compartiendo la única verdadera lingua franca: la de la indignación.
«El pueblo no tenía hoteles o eso nos dijeron en esa mezcla entre dialecto calabrés e italiano que mi abuelo creía comprender»
Pero centrémonos en Calabria. El pueblo era tan chico que no tenía hoteles o, al menos, eso nos dijeron en esa mezcla entre dialecto calabrés e italiano cerrado que mi abuelo creía poder comprender rememorando el modo en que sus padres hablaban en la casa. De modo que debíamos ir a parar al pueblo más cercano, Polístena, aquel del que proviene la familia de Mauricio Macri quien, varios años después, gobernaría la Argentina. El plan era quedarse en la zona dos días, visitar el municipio, preguntar por parientes lejanos… lo que usualmente hacemos los argentinos cuando vamos a España o a Italia.
Pero de repente, todo se aceleró: «Nos vamos», dijo él. Habían pasado unas dos horas y estábamos dando vueltas con el auto sin rumbo. «Nos vamos», repitió, «Este no es mi pueblo».
La referencia era metafórica solo en un sentido. Porque, efectivamente, era «su pueblo», era Taurianova, pero no era su Taurianova, esto es, no se parecía en nada a la representación mental que él tenía del pueblo que él había construido en su cabeza gracias a sucesivos relatos de sus padres y parientes. La plaza no tenía el monumento, el municipio era de otro color, el camino de los olivos no estaba donde tenía que estar, el cementerio, las iglesias…, los restos del terremoto… «No hay nada».
«Fui respetuoso del duelo de su ciudad imaginada, que era el duelo también de la imaginada historia de sus padres»
No volví a hablar con él de ese episodio. Fui respetuoso del duelo de su ciudad imaginada, que era el duelo también de la imaginada historia de sus padres. Sin embargo, algún tiempo después llega de casualidad a mis manos Las ciudades invisibles de Italo Calvino, un italiano que, curiosamente, tiene una gran conexión con Argentina.
Calvino pone en boca de Marco Polo el relato de unos viajes por ciudades ficticias entre las que se encuentra una denominada Ersilia:
«En Ersilia, para establecer las relaciones que rigen la vida de la ciudad, los habitantes tienden hilos entre los ángulos de las casas, blancos o negros o grises o blanquinegros, según indiquen las relaciones de parentesco, intercambio, autoridad, representación. Cuando los hilos son tantos que ya no se puede pasar por el medio, los habitantes se marchan: las casas se desmontan, quedan sólo los hilos y los soportes de los hilos».
«Desde la ladera de un monte, acampados con sus enseres, los prófugos de Ersilia miran la maraña de los hilos tendidos y los palos que se levantan en la llanura. Y aquello es todavía la ciudad de Ersilia, y ellos no son nada».
«Vuelven a edificar Ersilia en otra parte. Tejen con los hilos una figura similar que quisieran más complicada y al mismo tiempo más regular que la otra. Después la abandonan y se trasladan aún más lejos con sus casas. Viajando así por el territorio de Ersilia encuentras las ruinas de las ciudades abandonadas, sin los muros que no duran, sin los huesos de los muertos que el viento hace rodar; telarañas de relaciones intrincadas que buscan una forma».
«Algunos años después mi abuelo volvió a Taurianova por su revancha, pero se olvidó la cámara de fotos»
Es uno de los relatos que siempre me fascinó de Calvino y cada vez que visitó una ciudad la imagino como Ersilia, con esos hilos de relaciones que son los que verdaderamente la (y nos) sostienen.
Algunos años después mi abuelo volvió a Taurianova por su revancha, pero el inconsciente le jugó una mala pasada y se olvidó la cámara de fotos. Así que se sentó frente a la casa que habría sido de la familia, tomó una hoja y la dibujó, como para que el testimonio tenga algo de realidad, pero, al mismo tiempo, posea la imprecisión justa como para poder seguir idealizando.
Para finalizar, digamos que, más allá de los contratiempos, no es del todo justo decir que fue mi peor viaje. De hecho, fue el único que hicimos y guardo de él un grato recuerdo, incluso con detalles imborrables. Sin embargo, padecí el modo en que toda esa ilusión de mi abuelo, forjada a través de toda una vida, se desvanecía en cuestión de horas.
A propósito, más de 20 años después, vuelvo a buscar el dibujo que él había realizado en su última visita a la tierra de sus padres. Lo tomo en mis manos: la casa está casi borrada. Lo único que se alcanza a ver son unos trazos extraños. Parecen hilos.