Vaya por delante que el único viaje malo es el que conduce a la horca. Lo dijo Cervantes y uno, que se tiene por estoico, sin duda lo suscribe. No tengo malos viajes por la misma razón que no suelo tener malas experiencias gastronómicas -me vale un currusco de pan duro- ni, en general, malas experiencias: de la necesidad tiendo a hacer virtud. Todo mi desprecio a esos pisaverdes que se dicen viajeros por distanciarse de los turistas. Cuando he viajado no he practicado más que simple y burdo turismo, que es, como la halitosis, algo que solo apreciamos -y por tanto despreciamos- en los demás.
Sea como fuere, de mi ramplona hoja de servicios como turista extraigo, al menos, una moraleja: viajar con amigos, toda vez que se han rebasado los 20 años, es mala idea. Salvo que uno quiera acabar a hostias en un hotel a las cuatro de la mañana.
A cierta edad, no muy avanzada, todos desarrollamos manías. ¿Y si no te apetece hacer cola para comprar unos imanes de recuerdo o entrar al museo de cera? ¿De verdad es necesario compartir toilette con el entrañable amigo de la infancia que jiña con la puerta abierta? ¿Hay algún motivo para pasar una semana entera con bellísimas personas a las que, por mor de la civilidad, más bien cabría despachar en un par de horitas?
El viaje salió mal porque era imposible que saliera bien. Corría junio de 2009 cuando llegamos a Londres cuatro amigos con la excusa de acudir a un concierto. Nada más llegar, Rafi nos dijo que estaba sudado y precisaba de una ducha rápida. Rafi es un hipocorístico que no viene de Rafael sino de Rafiki, el mono de El rey león, marbete con que carga desde niño por razón de su curiosa cara: dientes irregulares, frente ovalada y unas ojeras de las que ya no se fabrican; curvas negrísimas que cuelgan como las ménsulas de una iglesia románica, y a las que el tiempo ha ido añadiendo más dovelas. Como dijo su abuela el día que hizo la Primera Comunión: «Qué feo es, el hijoputa».
El propio Rafi se empeñó en que comprásemos entradas para Madame Tussauds (ya son ganas) y, después de una hora larga haciendo cola, nos dijo: «Compradme la mía, que voy al hotel a pegarme una ducha«. ¿Otra? No le dimos importancia. Al fin y al cabo, era un junio especialmente caluroso. Después de comer unas desagradables salchichas con salsa gravy, llegó el rato de siesta. Rafi, que compartía habitación con un servidor, dijo nada más franquear la puerta: «¡Venga una duchita!». No conseguí dormir.
«Antes de que, al caer la tarde, empezara el concierto, Rafi volvió a la ducha en dos ocasiones»
Me intranquilizaba quedar expuesto a las asechanzas de un fanático de la limpieza. ¿Qué me podría hacer? ¿Embalsamarme? Era precisamente la incapacidad de imaginar qué podría hacerme lo que me daba miedo. Escuché con ánimo sombrío el ruido del agua. ¿Quién hubiera dicho que Rafi contaba con una manía tan extraña? El agua seguía cayendo y mi inquietud aumentaba. Antes de que, al caer la tarde, empezara el concierto, Rafi volvió a la ducha en dos ocasiones.
Hubo otros sinsabores. Verbigracia, aguantar las extravagancias culinarias de mis amigos. Los estoicos, ya se ha dicho, nos avenimos a cenar un bocadillo envuelto en papel de periódico y a beber agua de río. Pero ¿hace falta frecuentar restaurantes de colores flúor y comida divertida? Ni la más ímproba de las 12 pruebas de Hércules se le compara. Puestos a embaularnos una smash burger recubierta de galleta lotus, ¿por qué no echarnos al coleto un poco de waterboarding en Abu Ghraib?
Queridos lectores: viajen, si así lo desean, con sus parejas, con sus hijos, con los perros y con el loro. Viajen, como diría un sociómetra, con su unidad familiar, pero nunca con amigos, salvo que quieran verlos trocarse en enemigos.