Por ahí anda, en algún armario, una vieja bolsa de Pan Am, con el logo redondo de líneas blancas geométricas, conocido popularmente como «la albóndiga azul». Hoy es uno de esos bártulos vintage que se venden en Wallapop por cien euros. El susodicho objeto es de la década de 1970, cuando volar en avión era el sumun del trotamundismo chic. Recuerdo a unas azafatas rubicundas y jubilosas en un Jumbo 747, señalando una escalera de caracol enmoquetada hacia el salón superior, donde había un mullido sofá redondo con mesas de metacrilato y cuencos de cacahuetes. Los pasillos permitían a dos personas cruzarse caminando sin problemas. Nadie forcejeaba para meter maletas en los armarios del techo, porque todo el equipaje iba facturado. La gente se vestía —perlas y corbatas— para volar y recorría el avión entero charlando, mirando por las ventanas y tomando cócteles en alguno de los recovecos de una aeronave diseñada para ofrecer una experiencia placentera.
El viaje maldito fue cuatro décadas después. Era marzo de 2014, un año a medio camino entre el 11S y la pandemia de coronavirus. Llevaba unos meses trabajando en Malasia, documentando un informe periodístico para promocionar la modernidad occidental de uno de los países musulmanes más tolerantes. El vuelo era en Emirates de Madrid a Kuala Lumpur, con escala en Dubái. Y la paradoja es esta: si queda algo de aquel glamur setentero de un 747 de Pan Am, tal vez sea un Airbus emiratí lo que más se le acerque. Incluso en clase turista, el pasajero recibe el agasajo sonriente de un equipo profesionalizado. Parte del exotismo sin duda lo ponen las azafatas: chaqueta entallada, virtuosa falda tubo por debajo de la rodilla y velo blanco que fluye desde el gorro rojo sobre el hombro, sin tapar el rostro. Las bandejas de comida son constantes, con manjares como shashlik de pollo, arroz pilaf con leche de coco, pak choi, mango con sirope de azúcar de palma, té de jazmín. En cualquier momento aparecen sándwiches, mini pizzas y copas de vino con frutos secos. Entre tanto, se ven películas y se mira avanzar el avioncito digital sobre un mapamundi en la pantalla interactiva de cada asiento.
Una experiencia única. Un privilegio viajar así por motivos de trabajo y con todos los gastos pagados. Pues claro. Pero yo iba en ventana y en el asiento de al lado tenía a un americano con sombrero de cowboy, que nada más tomar posesión de su sitio había abierto encima de su mesa una bolsa de lona negra de la que salió una botella de burbon Garrison Brothers. El tipo era como Jeff Bridges en Valor de Ley. La botella era un cilindro de cristal con una estrella plateada laboriosamente tallada con las iniciales GB en cursiva sobre una banda metálica que ponía Edición Limitada Numerada. Me saludó al sentarse: «Buenas tardes, damisela. Me llamo Waylon. Soy de Comanche, Texas. ¿Quieres un trago de auténtico oro líquido?»
Esbozando una sonrisa pétrea le dije que no con la cabeza, maldiciendo la flojera de Emirates, que permite subir botellas de alcohol en el equipaje de mano o en una bolsa de tienda, con una graduación no superior a los 70 grados y un tamaño de hasta cinco litros. Como en clase turista se sirve alcohol en cualquier momento, a petición del viajero, la única exigencia es una conducta adecuada, sin síntomas de ebriedad. Por tanto, el aparatoso tejano estaba dentro de los límites de lo establecido. Me abroché el cinturón, apoyé la cabeza en el marco de la ventanilla y dormité arrullada por el runrún de los mensajes de bienvenida y las instrucciones de seguridad. Pensaba dedicar buena parte de las siete horas hasta Dubái a descansar, ya que iba con desfase transoceánico tras una estancia relámpago en Madrid para hacer unas gestiones burocráticas.
«La globalización, admitámoslo, ha convertido los viajes en avión en una sucesión de incordios»
Desperté sobresaltada, pensando que llevaría un par de horas durmiendo, pero apenas habían pasado 20 minutos desde el despegue. Waylon se había hecho amigo de una azafata australiana de Queensland, que le traía vasos con hielo cada rato. Mi vecino de asiento iba entonando una cancioncilla de estribillo simplón pero pegadizo: «En lo más profundo del corazón de Texas». Justo antes de cantarlo Waylon daba cuatro palmadas, acompañadas de un generoso trago de burbon. En algún lugar del avión había alguien que también daba las cuatro palmadas entre risillas. Así fuimos las siete horas hasta llegar a Dubái, donde llegué tarareando que las estrellas de Texas son más grandes y brillantes que ninguna. Y que los coyotes aúllan de una manera especial en el corazón de Texas. Un problema con el equipaje hizo que perdiera el vuelo de conexión y tuve que pasar 16 horas en Dubái, donde el hotel estaba lleno y me tocó instalarme en una tumbona de la Terminal 3, encajando la maleta debajo. Leyendo la prensa en el móvil vi que se había volatilizado el vuelo 370 de Malaysia Airlines, línea aérea que usábamos con frecuencia para movernos por el Sudeste Asiático. El avión había desaparecido de todos los radares, siendo el único caso de un avión evaporado de la faz de la Tierra.
Durante las siete horas del vuelo de Dubái a Kuala Lumpur ya no llevaba al tejano Waylon a mi lado, pero todos los pasajeros del avión iban hablando del vuelo 370, ofreciendo un sinfín de ideas, a cual más descabellada, sobre el estado mental del piloto, posibles secuestros, atentados terroristas y hasta abducciones extraterrestres. Pensaba haber aprovechado ese vuelo para recuperarme del anterior, pero no logré dormir ni diez minutos. Al llegar a Kuala Lumpur me tocó ducharme y acudir a una reunión en Genting Highlands, a las afueras de la ciudad. Aquel viaje en una de las mejores aerolíneas del mundo fue una verdadera pesadilla.
La globalización, admitámoslo, ha convertido los viajes en avión en una sucesión de incordios. Apenas queda rastro de aquellos aeropuertos que nos seducían por el glamur de las tiendas y el mundano personal de las compañías aéreas. Hoy son territorios deshumanizados, gobernados por una automatización a menudo fallida, por no hablar de los controles de seguridad, las colas perpetuas y los retrasos casi inevitables. Todo este trajín va acompañado de un miedo a lo imprevisto. Como es sabido, estadísticamente volar es el medio de transporte más seguro. Los datos confirman que por cada 10 millones de pasajeros se produce una muerte y que el riesgo de coincidir con un terrorista a bordo es mínimo. Pero es frecuente plantearse durante un vuelo la posibilidad de que uno de los vecinos de asiento no sea un tejano bebedor y cantarín, sino una bomba humana. «Cada vez que me bajo de un avión lo catalogo como otro intento de suicidio fallido», bromea el director de cine Barry Sonnenfeld. Volar en avión es un tostonazo de proporciones mayúsculas. Y un seguro puntal para quienes dudan si la misantropía es una opción.